91. Alexander-Mortem,
hola chicos, yo soy el nigromante, bienvenidos a mi casa.
basado en echos reales!
¿el nigromante presenta?
el hombre del árbol...
Luna e Isabel caminan rápidamente por la calle. Es una noche fría y son
cerca de las tres de la madrugada. Es mitad de semana y las calles están
completamente vacías. Todas las casas se encuentran con sus luces
apagadas y la poca luz que entregan los antiguos focos es bloqueada por
el follaje de los árboles a lo largo de la acera. A esa hora ya no pasan
autos por los barrios residenciales, la mayoría de familias están
durmiendo y el único ruido es el de algunos perros que ladran a las
chicas tras las rejas cuando las escuchan pasar. Ambas tienen dieciséis
años, son amigas y vuelven de una fiesta. Se dirigen a sus respectivos
hogares, que las separan por no más de cinco manzanas. Ninguna obtuvo el
permiso para salir esa noche. Sin embargo, los padres de Luna no se
encuentran en casa, solo está Juan, su hermano de diez años. Por otro
lado, Isabel ha salido varias veces por las noches sin ser descubierta.
Aunque ambas van riendo, Luna está preocupada por su hermano. Se supone
que debería estar cuidándolo; si descubre que ella no está en casa, le
contará a sus padres y la meterá en graves problemas. Isabel, por su
parte, está muy contenta, le cuenta del chico con el que bailó y que
desea volver a verlo, piensa perder la virginidad con él. El buen ánimo
de Isabel tranquiliza a Luna, ambas chicas van por las oscuras calles
riendo y conversando.
Luna no se dio cuenta en qué momento pasó todo. En ese momento reían
debido a que Isabel había tropezado por un desnivel del camino. La
oscuridad del lugar había aportado lo suyo. Luna pensaba que alguien
debería podar los árboles del vecindario, ya que tapaban las luces de la
calle y dificultaban ver. Entonces sintió cómo alguien le levantó un
mechón de pelo suavemente y una risa extraña salió desde el árbol por el
que pasaban. Al instante, su amiga gritó y exclamó: «Puta madre». Cuando
Ana miró hacia arriba, se detuvo en los ojos saltones del sujeto; las
sombras confundían su rostro con el follaje, pero se dio cuenta de que
estaba sonriendo.
En esos pocos segundos, distinguió la silueta del hombre encaramado en
una rama gruesa del árbol, y luego ambas empezaron a correr. Con los
gritos y pasos precipitados de las chicas, los perros de toda la manzana
empezaron a ladrar. Más de algún vecino identificó los gritos de las
chicas, deseando irónicamente que alguien las callara para poder seguir
durmiendo. Por esas calles nunca habían ocurrido hechos delictivos, y
nadie prestó atención a los gritos. Las chicas no pararon de correr y
Ana no quería mirar hacia atrás imaginando que esa cosa las perseguía.
Estaban solas en la oscuridad del barrio y sus familias no sabían que
estaban ahí. Avanzaron sin hablar por varias manzanas y doblaron por la
calle que conducía a la casa de Isabel. Entonces se detuvieron en el
pórtico de la casa, ambas estaban exhaustas y se tuvieron que dar unos
segundos de descanso para volver a hablar.
Ana tenía mucho miedo y el estar detenidas la atemorizaba aún más. Sin
embargo, Isabel estaba riendo, era una risa forzada y llena de
cansancio. Ana no comprendía la actitud inquietante de su amiga. Esta le
contó que el hombre no las seguía, ya que nunca bajó del árbol. Ana
sonríe falsamente y le comenta que, de todas formas, no se atreve a
caminar sola las cinco manzanas que la separan de su casa. Isabel le
dice que no puede acompañarla, ya que sus padres deben verla por la
mañana en su habitación. Trata de calmar a Ana y se le ocurre una idea.
Le dice que se quedara en el pórtico y estará comunicada con ella por
celular todo el trayecto hacia su casa. Ana sabe que no debe perder
tiempo, si el hombre del árbol las estaba buscando, en cualquier momento
podría aparecer. Se arma de valor y se despide de su amiga Isabel; ambas
están comunicadas por el teléfono.
Ana comienza a caminar rápidamente, ya no puede correr, está muy
cansada. Dobla en la esquina y verifica que su amiga esté en el fondo.
Isabel le dice que no hay problema, que estará con ella hablando todo el
camino. Le comenta que sigue en el pórtico y no ha visto al sujeto pasar
por esos lados. Ana camina nerviosa por las calles, parecieran estar
mucho más oscuras y frías que antes. Ya no va por la acera, sino que
bordeando la pista de autos. No se atreve a pasar bajo los árboles. Su
amiga Isabel continúa tranquilizándola hasta que la comunicación se
corta de golpe. A Ana la invade el miedo, está a mitad de camino y no
sabe qué ocurrió. Entonces piensa lo peor, que esa cosa atrapó a su
amiga. Se detiene e intenta desesperadamente llamarla, pero nadie le
contesta, y por la mente de Ana se abre la posibilidad de volver a
auxiliarla. La idea toma más fuerza y decide volver, pero esta vez lo
hace corriendo.
No tiene un plan, pero sabe que en algún momento deberá gritar por
ayuda, seguramente cuando vea cómo el psicópata del árbol intenta raptar
a su amiga. En poco tiempo se encuentra de regreso en el punto donde se
separó de Isabel. Al no verla fuera de su casa, decide volver a llamar.
Entonces observa en su celular un mensaje de texto de Isabel que decía:
«Mi madre me atrapó, hablamos en 10 minutos».
Ana había perdido cerca de cinco minutos en ir y volver para nada. La
rabia se apoderó de ella. Había tomado una decisión estúpida. Tenía
frío, miedo y se encontraba sola. Por momentos el enojo que sentía hacia
ella fue mayor al miedo que sentía por el psicópata de las calles. De
camino a casa fue diciendo improperios y prometiendo que nunca más
arriesgaría su vida por alguien. Sin embargo, siguió su camino bordeando
la pista de autos.
Los árboles en la acera le dan miedo. Solo faltan tres calles para
llegar a su casa y Ana se siente aliviada. Un auto dobla por la calle
donde ella camina, y si bien este no va a alta velocidad, Ana decide
subirse a la acera. No distingue bien quiénes van en el auto, pero
reconoce a una pareja joven. Al ver cómo el auto se pierde a la
distancia, piensa en volver al borde de la pista, pero ya no siente
tanto miedo por la oscuridad del camino. Sin mirar los árboles que la
cubren a lo alto con hojas y ramas, mantiene su mirada recta hacia el
fin de la calle. La cercanía del hogar la mantiene decidida a seguir su
camino sin vacilaciones. Entonces, un dolor punzante en el cuero
cabelludo la hizo gritar mientras sus pies se separaban del camino. Un
hombre que reía de forma extraña la intentaba levantar desde la
oscuridad. No fueron más de tres segundos, pero Luna sintió ese momento
como una pesadilla interminable. Cuando los dedos largos soltaron su
cabello, Ana cayó al suelo e inmediatamente corrió al final de la
manzana. Los nervios del terror experimentado le jugaron una mala
pasada, haciéndola tropezar. La risa misteriosa se vuelve a sentir a
pocos metros de ella.
El hombre del árbol está parado en la esquina, cubierto por la oscuridad
del último árbol. La mira fijamente y está sonriendo. Ana deduce que el
hombre siempre las siguió, solo que por calles paralelas. Sin embargo,
no comprende en qué momento subió por el árbol. A diferencia de ella, él
no se ve cansado. Puede que esa cosa no sea humana.
Reconoce la silueta deforme del sujeto: un hombre alto, muy encorvado y
que viste con ropas viejas. Reconoce sus ojos saltones y su sonrisa
macabra; es un hombre muy pálido, casi blanco. Tiene una cara
exageradamente larga, es calvo, pero los pocos mechones que posee son
largos y oscuros. Es un hombre feo, de aspecto extraño y enfermizo. Ana
se petrificó del miedo, no podía gritar ni moverse. El hombre sujetaba
un pájaro entre sus manos que protegía con gran cuidado mientras miraba
a Ana fijamente. Ella, invadida por el terror, pregunta: «¿Qué
quieres?», sin embargo, su voz es débil y quebradiza. No es capaz de
repetir la pregunta, no quiere que esa cosa la mate. Entonces, el hombre
arroja el pájaro con mucha fuerza hacia el aire, asustando a Ana, pero
también liberándola de su paralización. Ahora, Ana aprovecha la atención
que el sujeto le está dando al ave para salir corriendo. Solo escuchó al
pájaro caer violentamente al suelo. Avanza hacia el otro extremo de la
manzana y se da cuenta de que el sujeto no la persigue, no escucha sus
pasos ni su risa macabra.
Antes de doblar en la esquina que conduce a su casa, se voltea para ver
dónde está el hombre. La escena es extraña, pero en parte
tranquilizadora. El hombre sigue parado en la esquina mirándola
fijamente, no se movió nunca del lugar. Está con el ave nuevamente en
las manos y con la misma sonrisa. El hombre vuelve a tirar el pájaro a
los aires. Esta vez Ana corre con más fuerza, sin mirar atrás, hasta
llegar a su casa. Abre la puerta desesperadamente, como si en cualquier
momento pudiera volver a escuchar la risa diabólica del hombre. Ya
dentro, la escena confunde a la chica. Se sienta e intenta calmar su
respiración. Reflexiona rápidamente lo sucedido y concluye que el hombre
seguramente es un enfermo mental, la tomó del pelo porque estaba
intentando jugar o llamar su atención. El hombre quería que ella lo
ayudara con el ave. Debe tranquilizarse e intentar dormir. Ahora está
sana y a salva en su casa.
Ana manda un mensaje de texto contándole lo sucedido a Isabel y va al
segundo piso de la casa donde verifica que su hermanito está durmiendo.
Se dirige a su alcoba y mira por la ventana tratando de buscar al sujeto
en la calle, sin éxito. El miedo de Ana cada vez es menor, incluso
recuerda la escena del pájaro con humor. Piensa que, por la mañana,
ambas chicas estarán riendo de todo lo sucedido. Decide acostarse a
dormir cuando su móvil comienza a sonar. Es Isabel y esta vez ella no
suena tranquila, al contrario, percibe terror en su tono. Isabel le
cuenta que el hombre del árbol está fuera de su casa y no deja de
mirarla por la ventana.
Ana le dice que no tema; es un hombre enfermo, pero inofensivo. Isabel
tiene mucho miedo, le cuenta que tiene la luz apagada, su alcoba está
completamente oscura y las cortinas están cerradas. Sin embargo, por el
espacio de unos dos centímetros que divide las cortinas puede ver cómo
el hombre la mira fijamente desde la calle. Ya lleva más de veinte
minutos parado ahí con el ave entre las manos. ¿Cómo sabe la chica que
la observa, si su alcoba está oscura? Para Isabel la escena es más bien
paranormal y la tiene intranquila. Ana le dice que avise a su padre, sin
embargo, Isabel le cuenta que sus padres la descubrieron y amonestaron
fuertemente por salir de casa. No se atreve a enfrentarlos otra vez. Por
suerte, el tipo comienza a moverse y se aleja. Ana la calma y le dice
que no tema, es solo un loco.
Ya es muy tarde, ambas chicas se despiden, pero Isabel no quedó
tranquila. Ana ya tiene mucho sueño, son cerca de las cuatro de la
madrugada e intenta dormir. No sabe cuánto tiempo pasó, cuando su
hermano le comienza a gritar algo desde la habitación contigua. «¡Parece
que llegó mamá!, ¡sentí que llegó mamá! ¡Ana, despierta!». Ana tenía
mucho sueño y no procesó lo que el hermano le decía, solo miró el reloj
y vio la hora, las 4:24 a.m. Entonces le respondió enojada que se
durmiera y que no gritara, pues podía despertar a los vecinos. Terminó
diciéndole que su madre llegaría mañana temprano y que no molestara más.
Ana se volvió a quedar dormida rápidamente.
Lo que la despertó de forma tan violenta fue el chillido de la puerta al
abrirse a sus espaldas. Los pocos segundos en que esto ocurrió bastaron
para que ella despertara completamente e identificara que corría
peligro. Lo primero que sintió fueron los escalofríos recorrer su
espalda. A medida que la puerta se abría, Ana tensaba todos sus
músculos. Sus ojos se abrieron completamente y su corazón empezó a
palpitar como lo hacía horas atrás. Sentía que estaba momificada, ya que
no se atrevió a hacer nada. No tenía sentido que lo supiera, pero ella
sabía que no era su hermano el que se acercaba. Quizás los pocos minutos
que pudo dormir, las pesadillas con el hombre del árbol la prepararon
para este momento, porque su reacción se asemejó más bien a un acto de
supervivencia. Su cuerpo cargado de adrenalina no movía un pelo, estaba
tan dura como un ladrillo.
En esos segundos, miles de cosas pasaban por su cabeza. Esperaba con
ansias que su hermano le dijera: «Ana, despierta, creo que llegó mamá».
Ahora, lo anteriormente dicho por su hermano tenía sentido. No había
llegado mamá, había llegado el hombre del árbol, el hombre del pájaro.
Era un hombre extraño, pero si es capaz de entrar a tu casa sin
autorización, quizás es capaz de cualquier cosa.
El corazón de Ana latía de manera dolorosa. Nunca había sido tan
perceptiva a lo que sucedía a su alrededor. Ana sentía que sus sentidos
funcionaban como nunca antes, era capaz de escuchar todo, cada paso del
psicópata hacia su cama, podía oler sus ropas viejas, sentir el frío de
su presencia; pero no lo podía ver porque estaba a sus espaldas, y,
además, Ana no lo quería ver aunque sus ojos estuvieran abiertos como
nunca antes. Ella no era consciente de las acciones reflejo que tomaría
su cuerpo, esperando que el monstruo diera el primer golpe. Cuando la
criatura del árbol atacara, el cuerpo estaría tan cargado de energía y
adrenalina que podría responder con otro golpe o un salto inesperado que
le permitiría escapar de una muerte misteriosa. Pero mientras eso no
sucediera, el cuerpo de Ana no se movería. Su subconsciente lo tenía
claro: hay que hacerle creer al asesino que tú no te has dado cuenta de
su presencia. El psicópata aún puede arrepentirse de matarte, mejor no
provocarlo.
Ana confirmó sus peores miedos cuando pudo observar en las sombras que
daban a sus ojos cómo se dibujaba la figura de un hombre muy alto, con
extremidades largas y postura encorvada. Sintió cómo un pinchazo en el
corazón la risa enfermiza del hombre, pero en voz baja, intentando pasar
desapercibido. Los músculos lograron la máxima tensión cuando sintió que
la criatura se acostaba a su lado. El peso de la criatura sobre la cama
provocó que el cuerpo de Ana se acercara a su verdugo. En esos momentos,
Ana inhalaba todo el oxígeno que sus pulmones podían contener, pero no
era capaz de botar el aire. Tenía miedo de que el asesino identificara
el terror de una respiración violenta, así que aguantó el oxígeno en sus
pulmones lo que más pudo, intentando botar el aire de apoco.
A Ana le hubiera gustado desmayarse, eso hubiera sido bueno, pensaba.
Ella prefería morir rápidamente que tener que luchar con algo que no
comprendía. Sin embargo, su cuerpo funcionaba de otra forma. En
cualquier momento comenzaría la lucha por sobrevivir. La paralización
fue completa cuando sintió la respiración de la criatura en su nuca y
percibir cómo este temblaba y reía nerviosamente. El psicópata movía el
pelo de Ana con la nariz y otras veces con la lengua. Ella se dio cuenta
de que el enfermo se estaba masturbando. No sabía cuánto tiempo más
podría aguantar. Entonces, como si se tratara de un milagro, dejó de
sentir el peso del asesino en su cama. Ya no sentía la macabra
respiración en su nuca. Y aunque no lo podía ver, ya no sentía su
presencia en la habitación. «El hombre no ha arrancado —pensaba—. Solo
ha desaparecido. Seguramente ha vuelto a los árboles».
Ella no se movió. Mantuvo esa posición toda la noche y parte de la
mañana. Si bien sus músculos dejaron de estar tan tensos, se mantuvo
alerta todas esas horas, sin voltear en ningún momento. Cerca de las
nueve de la mañana, escuchó cómo su hermano se levantó y se dirigía
hacia ella. Cuando el hermano gritó de miedo en la puerta de su
habitación, ella dio el salto que no esperaba dar en toda esa
terrorífica noche. En un solo movimiento, quedó parada al lado de su
cama, dispuesta a golpear, morder, correr o saltar. Ella debía salvar a
su hermano y luego debían escapar. Pero la escena que observó, para
suerte de ambos, fue otra. Su hermano señalaba un pájaro muerto en medio
de la habitación. Ana se dio cuenta de que había manchas de sangre por
todos lados.
Abrazó al niño y le dijo que no saliera de la habitación. Entonces
escuchó el estacionar de un auto fuera de su casa. Pensando que eran sus
padres, se asomó a la ventana y se sorprendió al ver un auto de policía.
Desde la ventana le gritó a los oficiales que la ayudaran, que había un
hombre en su casa. Entonces, observó cómo otros tres vehículos
policiales llegaron a su casa. Los oficiales, al bajar de sus autos, se
veían exaltados, muy preocupados y tenían sus armas en las manos.
«¿También vienen a ayudarme?», pensó. Ana no entendió qué está pasando,
pero, de repente, todo adquiere más sentido. Algo malo había ocurrido y
las pistas llevaban a su casa. Los policías encontraron el celular de
Isabel y supieron que el psicópata también iba por Ana. Su cara se
deformó en una mueca de tristeza y preocupación. Ana no debería saberlo,
pero estaba segura de la tragedia que posteriormente le confirmarían en
la comisaria. La sangre que había en su alcoba no pertenecía solo al
ave, era demasiada sangre para un pájaro pequeño. El hombre del árbol,
el hombre del pájaro, ese hombre, antes de visitarla, mató a Isabel y a
toda su familia, seguramente porque ellos no supieron quedarse en silencio.
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