61. nicolae-guta,
ÂżQuĂ© hace Ă©l, Clarice? ÂżQuĂ© es lo primero, lo primordial, quĂ© hace? ÂżQuĂ© necesidad satisface matando? Codicia. ÂżY cĂłmo empezamos a codiciar? Empezamos por codiciar lo que vemos cada dĂa.
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ÂżQuĂ© hace Ă©l, Clarice? ÂżQuĂ© es lo primero, lo primordial, quĂ© hace? ÂżQuĂ© necesidad satisface matando? Codicia. ÂżY cĂłmo empezamos a codiciar? Empezamos por codiciar lo que vemos cada dĂa.
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El instante eterno contiene todas
Todas la posibilidades posibles
Y no lo creemos porque no son visibles
Si no veo, a mi no me jodas
Es como el vacĂo que deja
Una vida muy ocupada
Por eso no vemos que la cagada
Está en escoger la vida pendeja
Por eso, lo que en la vida nos afecta
Hay que saberlo escoger
No siempre lo que se puede ver
Es la posibilidad correcta.
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ÂżLibro? ÂżAutor? ÂżO es sĂłlo una reflexiĂłn de Twitter y ya?
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Si es un libro publicado, como que no le fue bien con esa falta de puntuaciĂłn, errores de ortografĂa y de tipeo.
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Poslednja izmena od strane dhegwork-adakly, 8 Oct 2024 08:31:53
«He robado princesas a reyes agĂłnicos. IncendiĂ© la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayorĂa todavĂa no los dejan entrar. He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de dĂa. He hablado con dioses, he amado a mujeres y he escrito canciones que hacen llorar a los bardos.
Quizá hayas oĂdo hablar de mĂ».
El nombre del viento — Patrick Rothfus.
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Lo llamaban cariñosamente Gael, un diminutivo de Gabriel, el nombre de su abuelo, que se habĂa quedado en Cuba cuando, hacĂa un año, sus padres emigraron a España debido a la turbulencia polĂtica de su paĂs, inmerso en huelgas y movimientos en contra del gobierno que habĂan provocado la huida del presidente. Temerosos, quisieron educar a su hijo lejos de todo aquello, sin saber que en el destino escogido se avecinaba tambiĂ©n algo espantoso. Gael era apenas un muchacho cuando le conocĂ, aunque su apariencia era mucho más madura. Se le marcaban los mĂşsculos debajo de la ropa y su espalda, ancha, era más propia de un joven que de un adolescente. Estaba bien alimentado. Ese fĂsico recio se perderĂa durante la guerra. TenĂa unos ojos tan grandes como las heridas que el frĂo causaba en mis manos, aunque su mirada era mucho más acogedora. Era el muchacho más listo de la clase, sin duda, aunque tambiĂ©n el más rebelde. Fue la primera persona de aquel lugar que me mirĂł como si me conociera y me hizo sentir, de algĂşn modo, que de nuevo habĂa hueco para mĂ en esa ciudad. Su voz, impregnada de la calidez de la tierra en que naciĂł, me acariciaba cada vez que la oĂa sin que yo pudiera evitar sentirme asĂ, rozada por una caricia invisible. Se prendĂł de mĂ nada más verme, eso me confesĂł con el tiempo. Tu abuelo era asĂ, obstinado y entusiasta. Se movĂa por pasiones y emociones, y nadie era capaz de detenerlo. Mucho menos de derrotarlo. Justamente eso fue lo que me enamorĂł de Ă©l: la manera en que Ă©l se enamorĂł de mĂ. Elvira sastre, dĂas sin ti.
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«—¿Qué cuento me vas a contar hoy? —le pregunta su hermana mientras se acurruca junto a su pecho.
—El del niño al que nadie querĂa —le contesta mientras le tiemblan los ojos. Piensa que, con la luz apagada, ella no notará las lágrimas.
—¿Nadie lo querĂa? —No, Luna, nadie lo querĂa… Y llega ese momento en que la torre se tambalea, cuando uno ya sabe que no va a hacer falta ni siquiera el viento para tirarla porque va a caer sola.
—Pero yo sĂ que lo querrĂa, seguro que sĂ que lo quieren… —TĂş sĂ, Luna, tĂş sĂ… —¿CĂłmo se puede no querer a alguien? —pregunta una niña desde esa edad en la que aĂşn sobrevive la inocencia.
Silencio. —Luna, ¿sabes que te quiero mucho? —le dice mientras la aprieta entre sus brazos.
—Yo tambiĂ©n, yo tambiĂ©n te quiero mucho, muchĂsimo, supermuchĂsimo —le contesta ella colocándose poco a poco en posiciĂłn fetal.
—Te querré siempre, Luna, siempre, eres lo más bonito que me ha pasado en la vida, ojalá la vida fuera esto, ojalá la vida fueras tú —le dice el chico mientras hunde su cabeza entre los pequeños brazos de su hermana.
—¿Por quĂ© lloras? —le pregunta ella. —Porque igual algĂşn dĂa ya no estoy aquĂ, contigo. —Pero yo no quiero que te vayas, yo quiero que estĂ©s siempre conmigo… —le susurra en esa lucha contra el sueño que poco a poco comienza a perder.
—Ya lo sé, no te preocupes, siempre estaré contigo, siempre voy a quererte…
—Yo no quiero que te vayas, yo no quiero que… —Y por fin la niña cierra los ojos sin soltarle el dedo a su hermano. Duerme.
—Pero si no sirvo para nada —le susurra—, solo soy un estorbo, todo el mundo se rĂe de mĂ, no entiendo para quĂ© he...
Y la abraza. Y asĂ, juntos, rostro contra rostro, desaparecen. Ella sintiĂ©ndose feliz, segura, querida. Él sintiĂ©ndose nada».
Invisible, Eloy Moreno.
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Las dos duralginas le pesaban en el estĂłmago como una culpa. El Conde las habĂa tragado con una taza gigantesca de cafĂ© solitario, despuĂ©s de comprobar que los restos de la Ăşltima leche comprada era un suero feroz en el fondo del litro. Por suerte, en el closet habĂa descubierto que aĂşn le quedaban dos camisas limpias, y se dio el lujo de seleccionar: votĂł por la de rayas blancas y carmelitas, de mangas largas, que se recogiĂł hasta la altura del codo. El blue-jean, que habĂa ido a parar debajo de la cama, apenas tenĂa quince dĂas de combate despuĂ©s de la Ăşltima lavada y podĂa resistir otros quince, veinte dĂas más. Se acomodĂł la pistola contra el fajĂn del pantalĂłn y notĂł que habĂa bajado de peso, aunque decidiĂł no preocuparse: hambre no era, pero cáncer tampoco, quĂ© carajos. Además, salvo el ardor en el estĂłmago todo estaba bien: apenas tenĂa ojeras, su calvicie incipiente no parecĂa ser de las más corrosivas, su hĂgado seguĂa demostrando valentĂa y el dolor de cabeza se esfumaba y ya era jueves, y mañana viernes, contĂł con los dedos. SaliĂł al viento y al sol y casi se pone a maltratar una vieja canciĂłn de amor.
Pasarán más de mil años, muchos más,
yo no sé si tenga amor, la eternidad,
pero allá tal como aquĂ...
EntrĂł en la Central a las ocho y cuarto, saludĂł a varios compañeros, leyĂł con envidia en la tablilla del vestĂbulo la nueva resoluciĂłn de 1989 sobre la jubilaciĂłn y, fumando el quinto cigarro del dĂa, esperĂł el elevador para reportar ante el oficial de guardia. Alentaba la hermosa esperanza de que no le entregaran todavĂa un nuevo caso: querĂa dedicar toda su inteligencia a una sola idea e, incluso, en los Ăşltimos dĂas habĂa sentido otra vez deseos de escribir. ReleyĂł un par de libros siempre capaces de remover su molicie y en una vieja libreta escolar, de papel amarillo rayado en verde, habĂa escrito algunas de sus obsesiones, como un pitcher olvidado al que envĂan a calentar el brazo para tirar un juego decisivo. Su reencuentro con Tamara, unos meses atrás, le habĂa despertado nostalgias perdidas, sensaciones olvidadas, odios que creĂa desaparecidos y que regresaron a su vida convocados por un reencuentro inesperado con aquel trozo esencial de su pasado, con el cual valdrĂa la pena ponerse alguna vez de acuerdo, y entonces condenarlo o absorberlo, de una vez y para siempre.
Vientos de cuaresma, Leonardo padura
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«Y allà llora un cuerpo sobre el que ya no caben más castigos. Lleva ya demasiado tiempo rodeando precipicios, haciendo lo imposible por aguantar el equilibrio en un mundo repleto de enemigos, con los pies cada vez más lejos del suelo… con los pies cada vez más cerca del abismo».
Invisible, Eloy Moreno.
«De repente el cielo nocturno brillĂł más claro que la luz del dĂa. Cuando Nick se volviĂł, vio una enorme bola de fuego más o menos del tamaño de una lavadora, que iba volando hacia ellos. Nick arrancĂł el guante de la mano de su hermano, lo lanzĂł al aire y se arrojĂł junto con su hermano en una de las zanjas para quitarse de en medio.
Con el estruendo de un tren de alta velocidad presionando en ellos, el enorme meteorito golpeĂł el guante y siguiĂł avanzando, haciendo vibrar la tierra a su alrededor.
Cuando el trueno se apagĂł y Nick levantĂł la mirada, vio una zanja de al menos tres metros de profundidad. HabĂa abierto un enorme agujero en la valla del jardĂn derecho, y derribado varios árboles. PodĂa ver el furioso trozo estelar tendido al final de la zanja, blanco candente, tornándose rojo al enfriarse. El guante habĂa protegido de algĂşn modo a su hermano de los anteriores meteoritos, pero Nick dudaba que le hubiera salvado de aquel.
Y allĂ, tendido en la zanja con Ă©l, con los ojos fuertemente cerrados, Danny murmuraba:
—Quiero que vuelva mamá, quiero que vuelva mamá. Y aquel deseo contaba con un campo lleno de estrellas fugaces para respaldar la voluntad de su corazón».
El desván de Tesla, Neal Shusterman & Eric Elfman.
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Morate da se prijavite kako biste mogli da pišete