Fragmentos de libros đź–‹

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61. nicolae-guta,

¿Qué hace él, Clarice? ¿Qué es lo primero, lo primordial, qué hace? ¿Qué necesidad satisface matando? Codicia. ¿Y cómo empezamos a codiciar? Empezamos por codiciar lo que vemos cada día.

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62. Arenita ,

El instante eterno contiene todas
Todas la posibilidades posibles
Y no lo creemos porque no son visibles
Si no veo, a mi no me jodas
Es como el vacĂ­o que deja
Una vida muy ocupada
Por eso no vemos que la cagada
Está en escoger la vida pendeja
Por eso, lo que en la vida nos afecta
Hay que saberlo escoger
No siempre lo que se puede ver
Es la posibilidad correcta.

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63. Exink,

ÂżLibro? ÂżAutor? ÂżO es sĂłlo una reflexiĂłn de Twitter y ya?

Skor: +0

64. dhegwork-adakly,

Si es un libro publicado, como que no le fue bien con esa falta de puntuaciĂłn, errores de ortografĂ­a y de tipeo.

Skor: +0

Poslednja izmena od strane dhegwork-adakly, 8 Oct 2024 08:31:53

65. Maeve,

«He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayoría todavía no los dejan entrar. He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de día. He hablado con dioses, he amado a mujeres y he escrito canciones que hacen llorar a los bardos.
Quizá hayas oído hablar de mí».
El nombre del viento — Patrick Rothfus.

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66. Naenia,

Lo llamaban cariñosamente Gael, un diminutivo de Gabriel, el nombre de su abuelo, que se había quedado en Cuba cuando, hacía un año, sus padres emigraron a España debido a la turbulencia política de su país, inmerso en huelgas y movimientos en contra del gobierno que habían provocado la huida del presidente. Temerosos, quisieron educar a su hijo lejos de todo aquello, sin saber que en el destino escogido se avecinaba también algo espantoso. Gael era apenas un muchacho cuando le conocí, aunque su apariencia era mucho más madura. Se le marcaban los músculos debajo de la ropa y su espalda, ancha, era más propia de un joven que de un adolescente. Estaba bien alimentado. Ese físico recio se perdería durante la guerra. Tenía unos ojos tan grandes como las heridas que el frío causaba en mis manos, aunque su mirada era mucho más acogedora. Era el muchacho más listo de la clase, sin duda, aunque también el más rebelde. Fue la primera persona de aquel lugar que me miró como si me conociera y me hizo sentir, de algún modo, que de nuevo había hueco para mí en esa ciudad. Su voz, impregnada de la calidez de la tierra en que nació, me acariciaba cada vez que la oía sin que yo pudiera evitar sentirme así, rozada por una caricia invisible. Se prendó de mí nada más verme, eso me confesó con el tiempo. Tu abuelo era así, obstinado y entusiasta. Se movía por pasiones y emociones, y nadie era capaz de detenerlo. Mucho menos de derrotarlo. Justamente eso fue lo que me enamoró de él: la manera en que él se enamoró de mí. Elvira sastre, días sin ti.

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67. Maeve,

«—¿Qué cuento me vas a contar hoy? —le pregunta su hermana mientras se acurruca junto a su pecho.
—El del niño al que nadie quería —le contesta mientras le tiemblan los ojos. Piensa que, con la luz apagada, ella no notará las lágrimas.
—¿Nadie lo quería? —No, Luna, nadie lo quería… Y llega ese momento en que la torre se tambalea, cuando uno ya sabe que no va a hacer falta ni siquiera el viento para tirarla porque va a caer sola.
—Pero yo sí que lo querría, seguro que sí que lo quieren… —Tú sí, Luna, tú sí… —¿Cómo se puede no querer a alguien? —pregunta una niña desde esa edad en la que aún sobrevive la inocencia.
Silencio. —Luna, ¿sabes que te quiero mucho? —le dice mientras la aprieta entre sus brazos.
—Yo también, yo también te quiero mucho, muchísimo, supermuchísimo —le contesta ella colocándose poco a poco en posición fetal.
—Te querré siempre, Luna, siempre, eres lo más bonito que me ha pasado en la vida, ojalá la vida fuera esto, ojalá la vida fueras tú —le dice el chico mientras hunde su cabeza entre los pequeños brazos de su hermana.
—¿Por qué lloras? —le pregunta ella. —Porque igual algún día ya no estoy aquí, contigo. —Pero yo no quiero que te vayas, yo quiero que estés siempre conmigo… —le susurra en esa lucha contra el sueño que poco a poco comienza a perder.
—Ya lo sé, no te preocupes, siempre estaré contigo, siempre voy a quererte…
—Yo no quiero que te vayas, yo no quiero que… —Y por fin la niña cierra los ojos sin soltarle el dedo a su hermano. Duerme.
—Pero si no sirvo para nada —le susurra—, solo soy un estorbo, todo el mundo se ríe de mí, no entiendo para qué he...
Y la abraza. Y así, juntos, rostro contra rostro, desaparecen. Ella sintiéndose feliz, segura, querida. Él sintiéndose nada».

Invisible, Eloy Moreno.

Skor: +1

68. nicolae-guta,

Las dos duralginas le pesaban en el estómago como una culpa. El Conde las había tragado con una taza gigantesca de café solitario, después de comprobar que los restos de la última leche comprada era un suero feroz en el fondo del litro. Por suerte, en el closet había descubierto que aún le quedaban dos camisas limpias, y se dio el lujo de seleccionar: votó por la de rayas blancas y carmelitas, de mangas largas, que se recogió hasta la altura del codo. El blue-jean, que había ido a parar debajo de la cama, apenas tenía quince días de combate después de la última lavada y podía resistir otros quince, veinte días más. Se acomodó la pistola contra el fajín del pantalón y notó que había bajado de peso, aunque decidió no preocuparse: hambre no era, pero cáncer tampoco, qué carajos. Además, salvo el ardor en el estómago todo estaba bien: apenas tenía ojeras, su calvicie incipiente no parecía ser de las más corrosivas, su hígado seguía demostrando valentía y el dolor de cabeza se esfumaba y ya era jueves, y mañana viernes, contó con los dedos. Salió al viento y al sol y casi se pone a maltratar una vieja canción de amor.
Pasarán más de mil años, muchos más,
yo no sé si tenga amor, la eternidad,
pero allá tal como aquí...
Entró en la Central a las ocho y cuarto, saludó a varios compañeros, leyó con envidia en la tablilla del vestíbulo la nueva resolución de 1989 sobre la jubilación y, fumando el quinto cigarro del día, esperó el elevador para reportar ante el oficial de guardia. Alentaba la hermosa esperanza de que no le entregaran todavía un nuevo caso: quería dedicar toda su inteligencia a una sola idea e, incluso, en los últimos días había sentido otra vez deseos de escribir. Releyó un par de libros siempre capaces de remover su molicie y en una vieja libreta escolar, de papel amarillo rayado en verde, había escrito algunas de sus obsesiones, como un pitcher olvidado al que envían a calentar el brazo para tirar un juego decisivo. Su reencuentro con Tamara, unos meses atrás, le había despertado nostalgias perdidas, sensaciones olvidadas, odios que creía desaparecidos y que regresaron a su vida convocados por un reencuentro inesperado con aquel trozo esencial de su pasado, con el cual valdría la pena ponerse alguna vez de acuerdo, y entonces condenarlo o absorberlo, de una vez y para siempre.

Vientos de cuaresma, Leonardo padura

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69. Maeve,

«Y allí llora un cuerpo sobre el que ya no caben más castigos. Lleva ya demasiado tiempo rodeando precipicios, haciendo lo imposible por aguantar el equilibrio en un mundo repleto de enemigos, con los pies cada vez más lejos del suelo… con los pies cada vez más cerca del abismo».
Invisible, Eloy Moreno.

«De repente el cielo nocturno brilló más claro que la luz del día. Cuando Nick se volvió, vio una enorme bola de fuego más o menos del tamaño de una lavadora, que iba volando hacia ellos. Nick arrancó el guante de la mano de su hermano, lo lanzó al aire y se arrojó junto con su hermano en una de las zanjas para quitarse de en medio.
Con el estruendo de un tren de alta velocidad presionando en ellos, el enorme meteorito golpeĂł el guante y siguiĂł avanzando, haciendo vibrar la tierra a su alrededor.
Cuando el trueno se apagó y Nick levantó la mirada, vio una zanja de al menos tres metros de profundidad. Había abierto un enorme agujero en la valla del jardín derecho, y derribado varios árboles. Podía ver el furioso trozo estelar tendido al final de la zanja, blanco candente, tornándose rojo al enfriarse. El guante había protegido de algún modo a su hermano de los anteriores meteoritos, pero Nick dudaba que le hubiera salvado de aquel.
Y allĂ­, tendido en la zanja con Ă©l, con los ojos fuertemente cerrados, Danny murmuraba:
—Quiero que vuelva mamá, quiero que vuelva mamá. Y aquel deseo contaba con un campo lleno de estrellas fugaces para respaldar la voluntad de su corazón».
El desván de Tesla, Neal Shusterman & Eric Elfman.

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